martes, 6 de octubre de 2009

Doctrina de la Inhabilidad Absoluta del Hombre


"y no queréis venir a mí para que tengáis vida" Jn. 5:40

Este versículo, entre muchos otros, ilustra lo que se ha denominado como "Depravación total del hombre", o como algunos la llaman actualmente, "Inhabildad Absoluta del hombre". Esta doctrina nos dice que el hombre es absolutamente incapaz de buscar a Dios por su propia voluntad, ya que en su estado de criatura caída su corazón está completamente esclavizado al pecado (Jn. 8:34). Luego, sus deseos también estarán inclinados al pecado, y será por tanto aborrecedor de Dios en su estado natural (Ro. 1:30; Tit. 3:3; Col. 1:21).

La Biblia sostiene la depravación total del hombre, y por tanto su incapacidad absoluta para escoger a Dios sin que éste último realice previamente una obra espiritual en que transforme su naturaleza caída. En términos bíblicos, le deben ser dados “oídos para oír”, y se le debe conceder de parte de Dios el arrepentirse y creer.

Por cierto, es necesario aclarar que el hombre sí fue creado con la libertad de escoger a Dios o al pecado. Lo que sometió al hombre a la esclavitud del pecado y por tanto una depravación total de su ser es precisamente el hecho de haber escogido el pecado antes que obedecer a Dios, pudiendo haberlo hecho. Es el estado de criatura caída lo que pulverizó nuestra capacidad natural para escoger obedecer a nuestro Creador, siendo necesario que este último realice una transformación en el corazón del hombre mediante la obra santificadora del Espíritu Santo (I P. 1:2; Tit. 3:5; Ef. 2:5-6).

De otro lado, aunque Adán no fue predestinado a pecar, esta acción no escapó del conocimiento de Dios, quien la permitió y consintió en su acaecimiento, pese a no haberla determinado. En el universo de un Dios soberano, todo acontecimiento debe ser permitido por Él. De otra forma habría algo que escapa a su control, y eso es inconcebible para el Dios de las Escrituras.

Hechas estas aclaraciones, veamos otros versículos en que se demuestra palmariamente la depravación total del hombre:

“Por medio de un solo hombre el pecado entró en el mundo, y por medio del pecado entró la muerte; fue así como la muerte pasó a toda la humanidad, porque todos pecaron” (Ro. 5:12 NVI).

“Yo sé que soy malo de nacimiento; pecador me concibió mi madre” (Sal. 51:5 NVI).

“Si afirmamos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y no tenemos la verdad” (I Jn 1:8 NVI).

"el intento del corazón del hombre es malo desde su juventud" Gn. 8:21

"Engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso; ¿quién lo conocerá?" Jer. 17:9


En los pasajes recién citados se expone la esclavitud del hombre al pecado. Somos concebidos en pecado y durante nuestra vida cometemos transgresiones a cada momento, siendo imposible negar tal situación. Cualquiera de estas transgresiones por sí sola significa violar toda la ley de Dios, dado que “... el que cumple con toda la ley pero falla en un solo punto ya es culpable de haberla quebrantado toda” (Stg. 2:10 NVI). En este sentido, nos encontramos en una esclavitud ineludible respecto del pecado, y es un hecho que dicha servidumbre afecta todo nuestro ser, incluyendo nuestra voluntad, como lo ilustran los siguientes versículos.

“En otro tiempo ustedes estaban muertos en sus transgresiones y pecados, en los cuales andaban conforme a los poderes de este mundo. Se conducían según el que gobierna las tinieblas, según el espíritu que ahora ejerce su poder en los que viven en la desobediencia. En ese tiempo también todos nosotros vivíamos como ellos, impulsados por nuestros deseos pecaminosos, siguiendo nuestra propia voluntad y nuestros propósitos. Como los demás, éramos por naturaleza objeto de la ira de Dios” (Ef. 2:1-3 NVI, cursivas nuestras).


“En otro tiempo también nosotros éramos necios y desobedientes. Estábamos descarriados y éramos esclavos de todo género de pasiones y placeres. Vivíamos en la malicia y en la envidia. Éramos detestables y nos odiábamos unos a otros” (Tit. 3:3 NVI).

“Por tanto, hagan morir todo lo que es propio de la naturaleza terrenal: inmoralidad sexual, impureza, bajas pasiones, malos deseos y avaricia, la cual es idolatría. Por estas cosas viene el castigo de Dios. Ustedes las practicaron en otro tiempo, cuando vivían en ellas. Pero ahora abandonen también todo esto: enojo, ira, malicia, calumnia y lenguaje obsceno” (Col. 3:5-8 NVI).

“[…] como estimaron que no valía la pena tomar en cuenta el conocimiento de Dios, él a su vez los entregó a la depravación mental, para que hicieran lo que no debían hacer. Se han llenado de toda clase de maldad, perversidad, avaricia y depravación. Están repletos de envidia, homicidios, disensiones, engaño y malicia. Son chismosos, calumniadores, enemigos de Dios, insolentes, soberbios y arrogantes; se ingenian maldades; se rebelan contra sus padres; son insensatos, desleales, insensibles, despiadados. Saben bien que, según el justo decreto de Dios, quienes practican tales cosas merecen la muerte; sin embargo, no sólo siguen practicándolas sino que incluso aprueban a quienes las practican” (Ro. 1:28-32 NVI, cursivas añadidas).

Después de todo esto la pregunta es: ¿Puede una criatura sumida en tal naturaleza responder positivamente al evangelio sin una obra previa del Espíritu Santo que transforme su corazón pecaminoso? ¿Puede la misma criatura expuesta en los textos buscar a Dios por sí misma?

El hombre es tan capaz de darse cuenta de su paupérrimo estado como el pez es capaz de percatarse de que está mojado. Nuestro entendimiento natural es incapaz de comprender el evangelio sin la obra santificadora del Espíritu Santo. Tal como no podemos llegar a la Luna caminando desde la tierra, es imposible que de nuestro corazón corrupto brote la fe genuina. Es necesario primero que “el Hijo nos liberte”, como se ha expuesto en las citas.

“Pero si nuestro evangelio está encubierto, lo está para los que se pierden. El dios de este mundo ha cegado la mente de estos incrédulos, para que no vean la luz del glorioso evangelio de Cristo, el cual es la imagen de Dios” (2 Co. 4:3-4 NVI).

“El que no tiene el Espíritu no acepta lo que procede del Espíritu de Dios, pues para él es locura. No puede entenderlo, porque hay que discernirlo espiritualmente” (I Co. 2:14 NVI).

Para referirse al que no tiene el Espíritu (“el hombre natural”), en el griego se utiliza el término “ψυχικς” (psiquikós), en oposición al hombre “espiritual”, donde se utiliza el vocablo “πνευµατικς” (pneumatikós), que proviene de “πνευµα” (pneuma), que a su vez puede significar tanto “espíritu” como “viento” o “aire”.

Este pasaje deja en claro que el hombre en su estado natural o “psíquico”, no puede entender las cosas espirituales. Está inhabilitado para ello, no forma parte de sus capacidades naturales, y es imposible adquirirla por medios humanos (vv. 6, 13). Por el contrario, es Dios quien ha de darnos entendimiento:

“Nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo sino el Espíritu que procede de Dios, para que entendamos lo que por su gracia él nos ha concedido […]

Nosotros, por nuestra parte, tenemos la mente de Cristo” (I Co. 2:12, 16 NVI).

“Entonces les abrió el entendimiento para que comprendieran las Escrituras” (Lc. 24:45 NVI). Ver también v. 31.

“Mientras escuchaba, el Señor le abrió el corazón para que respondiera al mensaje de Pablo” (Hch. 16:14 NVI).

“También sabemos que el Hijo de Dios ha venido y nos ha dado entendimiento para que conozcamos al Dios verdadero” (I Jn. 5:20a NVI).

“—De veras te aseguro que quien no nazca de nuevo no puede ver el reino de Dios —dijo Jesús” (Jn. 3:3 NVI, cursivas nuestras).

Cuando afirmamos que el hombre natural tiene como facultad el escoger libremente a Cristo, estamos diciendo que un hombre que no ha nacido de nuevo (“νωθεν”, “ánothen”, lit. “desde arriba”) puede ver (entiéndase “con ojos para ver”) y escoger al Rey que tiene el reino como posesión, lo que es absolutamente imposible. En términos de Ezequiel 36:26-27, se estaría diciendo que el corazón de piedra se vuelve corazón de carne sin la obra de Dios, sino por voluntad humana.

“Todo lo que el Padre me da, vendrá a mí; y al que a mí viene, no le echo fuera […]

Y esta es la voluntad del Padre, el que me envió: Que de todo lo que me diere, no pierda yo nada, sino que lo resucite en el día postrero […]

Ninguno puede venir a mí, si el Padre que me envió no le trajere; y yo le resucitaré en el día postrero […]

Y dijo: Por eso os he dicho que ninguno puede venir a mí, si no le fuere dado del Padre” (Jn. 6:37, 39, 44, 65 RVR).

El pasaje anterior es uno de los más reveladores en cuanto a la incapacidad natural del hombre para ir a Cristo, a menos que el Padre haga la obra. Por ello, merece un análisis pormenorizado:

a) Contiene un negativo universal, cual es, “ninguno”. Es la traducción de la palabra griega “οδες” (“oudeís”), que es exactamente la misma que utiliza Jesús en Jn. 14:6 cuando dice “nadie viene al Padre, sino por mí”. De esta forma, tal como nadie puede ser salvo sino por Jesucristo, ninguno puede venir a Cristo si el Padre no le trajere.

b) “Ninguno puede”. La palabra griega para “puede” es “δύναται” (dúnatai), y se refiere a la capacidad, habilidad o aptitud para algo. Es decir, se está afirmando en este pasaje que nadie tiene la capacidad –o nadie es apto- para ir a Cristo.

c) “si”, o “a menos que”. Es una cláusula de excepción, es decir, introduce una excepción. En este caso, Jesús establece un prerrequisito para que alguien pueda ir a Él, una condición sine qua non, una cosa cuya ocurrencia es necesaria para que otra cosa pueda acontecer.

d) Lo que tiene que acontecer es que le sea dado del Padre (v. 65), o que el Padre le traiga (v. 44), que para estos efectos es lo mismo. Es el Padre quien debe habilitar o capacitar al hombre para que pueda ir a Cristo. La palabra griega usada en el v. 44 para “traiga” es una conjugación del verbo “λκύσω” (helkyso), que significa literalmente “compeler mediante superioridad irresistible”. Para ilustrar sobre la fuerza del concepto, veamos en qué otros pasajes se utiliza el mismo verbo (se destacará en cursivas):

“¡Pero ustedes han menospreciado al pobre! ¿No son los ricos quienes los explotan a ustedes y los arrastran ante los tribunales?” (Stg. 2:6 NVI).

“Cuando los amos de la joven se dieron cuenta de que se les había esfumado la esperanza de ganar dinero, echaron mano a Pablo y a Silas y los arrastraron a la plaza, ante las autoridades” (Hch. 16:19 NVI).

“—Tiren la red a la derecha de la barca, y pescarán algo.

Así lo hicieron, y era tal la cantidad de pescados que ya no podían sacar la red” (Jn. 21:6 NVI).

¡La palabra utilizada en Jn. 6:44 es la misma que en otros versículos se traduce “arrastrar”! ¡La misma fuerza y vehemencia que se utiliza para arrastrar a un reo a tribunales, o la que se utiliza para sacar una red llena de peces desde el mar es la que tiene que ejercer Dios en el hombre para que pueda ir a Cristo!

Este solo pasaje basta para terminar para siempre con la doctrina del libre albedrío. Aceptar las implicaciones de esta última equivale a decir que lo que afirma este pasaje es mentira, al igual que todos los citados hasta el momento. Como dato curioso, cabe hacer notar que en la actualidad, si alguna persona comete un delito bajo una fuerza como la utilizada por Dios para atraer a alguien a Cristo, lo más probable es que sea declarado inocente, puesto que su acción no es considerada libre por el ordenamiento jurídico. Tal persona equivale a un objeto inanimado, puesto que su voluntad no tuvo concurrencia alguna en el hecho.

Entonces, el prerrequisito para la salvación es la obra santificadora del Espíritu Santo, que es condición necesaria para la fe. Lo que nos habilita para ir a Cristo es la obra de gracia del Padre, nunca será la obra de la carne. Así se ve confirmado por los siguientes pasajes:

“Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es” (Jn. 3:6 RVR).

“Porque los que son de la carne piensan en las cosas de la carne; pero los que son del Espíritu, en las cosas del Espíritu.

Porque el ocuparse de la carne es muerte, pero el ocuparse del Espíritu es vida y paz.

Por cuanto los designios de la carne son enemistad contra Dios; porque no se sujetan a la ley de Dios, ni tampoco pueden;y los que viven según la carne no pueden agradar a Dios” (Ro. 8:5-7 RVR, cursivas nuestras).

Decir que podemos elegir a Cristo sin una obra previa y soberana del Espíritu es equivalente a decir que no sólo podemos agradar a Dios desde la carne (lo que ya contradice el texto), sino que obtenemos salvación eterna mediante una decisión que tomamos en la carne ¡Pero la Biblia nos dice que en la carne no nos podemos sujetar a la ley de Dios, ni tampoco podemos agradarle! Es la obra del Espíritu la que nos habilita para pensar en las cosas del Espíritu y la que nos permite agradar a Dios. Así, dice el v. 8 “Mas vosotros no vivís según la carne, sino según el Espíritu, si es que el Espíritu de Dios mora en vosotros. Y si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de él”. A Él exclusivamente corresponde toda la gloria de nuestra salvación.

En suma, y en relación con todo lo dicho anteriormente, esto es lo que declara la Biblia respecto del hombre natural:

“Ya hemos demostrado que tanto los judíos como los gentiles están bajo el pecado. Así está escrito:
«No hay un solo justo, ni siquiera uno;
no hay nadie que entienda,
nadie que busque a Dios.
Todos se han descarriado,
a una se han corrompido.
No hay nadie que haga lo bueno;
¡no hay uno solo!»
«Su garganta es un sepulcro abierto;
con su lengua profieren engaños.»
«¡Veneno de víbora hay en sus labios!»
«Llena está su boca de maldiciones y de amargura.»
«Veloces son sus pies para ir a derramar sangre;
dejan ruina y miseria en sus caminos,
y no conocen la senda de la paz.»
«No hay temor de Dios delante de sus ojos.»” (Ro. 3:9-18 NVI, cursivas nuestras).

Después de estos diáfanos pasajes, quien afirme que el hombre puede buscar a Dios por sí mismo en su naturaleza corrompida, sin una obra previa santificadora por parte del Espíritu Santo, que brinde entendimiento sobre los asuntos espirituales y conceda el arrepentimiento verdadero y la fe genuina, debe tener claro que está contradiciendo texto expreso, y debe asumir que se ha apartado de la verdad escritural. Los textos han hablado por sí solos.


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